La Raya de Castilla. Capítulo XI. «A cada cerdo, su San Martín»

Un día antes, en la Gran Sala de la fortaleza de Deza… 

La puerta se cerró y la estancia quedó en un sepulcral silencio durante unos instantes, hasta que la voz de la Barragana lo rompió con chirriante estridencia.

No puede ser que este vejestorio sepa algo… es imposible. 

Lo sabe,  respondió Laínez  lo he visto en su mirada. Lo sabe. 

Mosén Osorio es un hombre muy perspicaz, pero incluso para él, sin prueba alguna, es imposible que pueda averiguar nada. – intervino el de Ólvega. – Laínez… esos patanes que te sirven… ¿han hecho bien su trabajo?. 

Eso da igual, si alguien estorba lo quitamos de en medio como a Vizmanos. Me encargaré personalmente de ello, descuida. – dijo con arrogancia el sargento. Don Pedro le miró fijamente con sus pequeños ojos, sin mostrar emoción alguna y sin mediar palabra, durante unos segundos. Al momento se incorporó de la silla y se enfrentó a Laínez. La diferencia de estatura entre uno y otro era significativa, siendo el sargento una cabeza más alto que él, pero las palabras del administrador enfriaron el caliente ánimo del oficial.

 Laínez… Puede que permita que forniques con mi esposa…

La piel del sargento comenzó perlarse por el sudor nervioso y Fernanda se retiró hasta la ventana perdiendo su mirada en el horizonte.images (11)

Puede que creas que tienes algún tipo de mando o poder por que permito que actúes a tu libre albedrío. Pero recuerda esto, yo te elevé al pedestal donde te encuentras, y puedo hacerte caer de él en cuanto desee.

Sin más, don Pedro se giró y dió la espalda a Laínez, alejándose hacia la puerta con paso lento ante la colérica mirada de este. – Cerciórate de que esos dos hicieron bien su trabajo. – Dijo antes de salir de la Sala.

La Barragana, que conocía perfectamente el explosivo carácter del Sargento, se había acercado sigilosa a él y, posando suavemente la mano en su espalda, trató de aplacar la ira que crecía dentro de Laínez.

Sosiega querido… sosiega… – dijo susurrando en su oído mientras pegaba su cuerpo a la espalda de Laínez. – Solo tienes que obedecer de buen grado, y tendrás todo lo que desees. 

Laínez se giró y tomo a la Barragana por las caderas.

Te deseo a ti.  dijo antes de tomar su boca con la suya. La mujer tras un beso apasionado, se apartó del soldado fríamente.

A mi me tienes Laínez. Pero debes solucionar el asunto que se te ha mandado. Escúchame, esos dos rufianes, han estado frecuentando mucho estos días la taberna que hay en el pueblo. 

La Raya de Castilla – aseveró Laínez.

Si… –  continuó hablando la Barragana – Ha llegado a mis oídos que han estado abusando de la bebida y que han frecuentado mucho a una ramera en especial, una que no recuerdo como la llaman. García, cuídate de que esos dos no se hayan ido de la lengua. 

No lo creo, por su bien, no lo creo -dijo Laínez pensativo. – De todos modos ellos no están en Deza en estos momentos. Los he enviado a realizar un trabajo al otro lado de la frontera. No tardarán en volver…y entonces, hablaremos largo y tendido. Tendrán que explicarme… 

García… -dijo ella haciéndolo callar posando un dedo en sus labios –  Recuerda que tú eres importante… ellos no. – Terminó de hablar Fernanda con los labios muy cerca de los de él.

El día de San Martín, en las caballerizas de la Fortaleza de Deza… 

Deseando estaba de llegar, tengo el trasero lleno de llagas. Ese camino por Los Romerales es tortuoso. – Dijo Gracián quejicoso, mientras desenjaezaba su montura.

Deja de lamentarte y date friegas con ruda en esas posaderas tuyas Gracián, que esta noche verás de nuevo a la navarra y no querrás que te note dolorido. – Respondió entre risotadas Ramiro.

¡Cierto!  – sonrío Ramiro.  Aquella moza de Bordalba no le hizo ni una brizna de sombra a nuestra “navarra”. Como gritaba la muy… 

Ya era hora de que regresarais… ¿todo en orden? –  interrumpió un recién llegado Laínez.

Si sargento, todo en orden.  – Contestó con premura Ramiro – Ya hemos pasado por el molino y le hemos dejado todo a Don Luis.

Gracián sonrió grotescamente a las palabras de Ramiro  y Laínez le espetó molesto – ¡¿Y a ti que hostias  te pasa?!

Me acordaba de su mujer… la linda Rosalía – contestó Gracián mudando su gesto de inmediato.

Dejaros de estupideces y baladronadas – dijo secamente Laínez. – Tengo otro asunto que tratar con vosotros. ¿Qué hicisteis con el  cuerpo del Capitán? – Gracián y Ramiro se miraron

 ¡Diantres! ¿Queréis contestar? ¿O preferís que os saque la información a base de badila?  Grito Laínez impacientándose

Lo tiramos al Hoyo del Diablo – dijo nerviosamente Ramiro, descolocado por la pregunta y la sombría actitud de su jefe.

¿Qué hicisteis que?  el Sargento no daba crédito –  ¡ Pero si allí van todos los villanos de Deza!.

No en estas fechas señor, ahora solo la frecuentan las alimañas, que darán buena cuenta de sus huesos – dijo Gracián.

Todo tipo de alimañas, estúpidos patanes – bramó Laínez –  Quiero que me llevéis allí. 

¿Ahora? – dijeron al unísono Ramiro y Gracián.

¡Inmediatamente, y ni una queja quiero escuchar, ya tendréis tiempo de descansar si es que os lo permito!.

Se encaminaron al paraje llamado Hoyo del Diablo, al que llegaron al cabo de una hora. Cuando bajaron de los caballos se acercaron al borde de un precipicio que daba al lugar.

¿Y bien? – preguntó impaciente Laínez.

Tenemos que bajar, seguramente las bestias habrán dado cuenta ya de él   dijo Ramiro. Pero cuando llegaron a la zona baja no encontraron ni rastro de los restos del Capitán.

¿Dónde está? ¿Dónde está, Ramiro? – dijo nerviosamente el supersticioso Gracián. –  Lo dejamos aquí, y algún resto debería haber. – Miró a Laínez y vociferando concluyó – El viejo Vizmanos ha regresado del otro mundo para vengarse de nosotros… Por Aristóteles… quiere venganza… 

¡Deja de decir tonterías Gracián¡ – atajó Ramiro que no las tenía todas consigo.

¿Qué demonios habéis hecho condenados ineptos? ¿Acaso os habéis ido de la lengua? ¿Os lo ha sacado esa furcia? Si… no me miréis así, conozco todo lo que hacéis. 

800px-Riña_ante_la_embajada_de_España_(La_rissa)Los dos se miraron confundidos y fue Ramiro quien tomó la palabra intentando salvar el pellejo dado el cariz que tomaba el asunto. – Este borracho de aquí que cada vez que bebe habla más que una vieja en un velorio. Deberíamos cortarle la lengua. 

¿Cómo dices Ramiro? – preguntó Laínez mientras observaba a Gracián.

 ¿Quieres decir que este palurdo habló de este asunto en público?. 

 ¡Eso es mentira maldito bastardo! – gritó rabioso Gracián, mientras empuñaba su espada mirando al sargento.


duelo_a_garrotazos_goyaQuita la mano de ahí
 – dijo Laínez justo antes de que Ramiro, que se había situado tras el nervioso Gracián lanzara un tajo mortal hacia la yugular, sesgando el cuello de Gracián que cayó fulminado al suelo embarrado, envuelto en un reguero de sangre. Ramiro y Laínez se quedaron mirando el cuerpo del desdichado Gracián, que todavía tardó unos segundos en emitir su último aliento, ente estertores y bocanadas de sangre.

¡Hecho! – dijo Ramiro limpiando la daga en su tabardo – este maldito bocazas ya me estaba hastiando. 

Laínez fijó entonces su vista en la daga ensangrentada que portaba en la mano Ramiro y contestó a este.

¿Acaso te he ordenado que lo mataras?. 

Estaba empuñando la espada, os estaba amenazando… pensé… 

Pensaste demasiado  dijó Laínez amenazante –  ¿Crees que ese cretino llegaría acaso a rozarme? Y… esa daga… es la de Vizmanos. – Afirmó. 

 Si… me la quedé. – Ramiro, desconfiado, comenzó a separarse del sargento.

Alguien podría haberla reconocido, estúpido – dijo Laínez que se aproximaba poco a poco al villano.

No te acerques maldito aragonés  bufó Ramiro mientras Laínez desenvainaba su acero.


descarga (2)¿Quién más sabe lo del Capitán aparte de vuestra fulana?
 – Ramiro miró aterrado al sargento sin decir nada – Da igual que no hables, porque a ella la sacaré todo… de buena gana  Con un ágil movimiento atravesó con su espada el tórax de Ramiro, que quedó prácticamente ensartado en ella, vomitando sangre por la boca. Laínez acercó su cara a la del agonizante Ramiro.

No me arrastraréis con vosotros, bellacos. Y retorció su espada hasta sentir el último hálito de vida de este.

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La Raya de Castilla. Capítulo X. «El extranjero»

las-mozas-del-cantaroLa bajada a la Fuente Vieja, era una estrecha senda flanqueada en su mayor parte por primorosas paredes de tapia, transitada a diario por la mitad de la población de la villa ya que sus aguas tenían fama de ser las más finas de la multitud de fuentes, manantiales y veneros que brotaban por Deza y sus campos.

Algunas surgían ardientes de la tierra, igual en invierno que en verano, eran reconocidas como milagrosas desde tiempos inmemoriales y tanto se purificaban con ellas la esposa ya añosa que todavía no había concebido, la muchacha púber que deseaba que se diluyeran las marcas de la tiña en su piel o los aquejados de hidropesía.

Muchachas solteras y zagales eran los transeúntes más habituales de la senda, haciendo algunos el mismo camino varias veces al día con enormes cántaras aposentadas sobre su cabeza, que algunas llevaban con un donaire digno de ser reflejado en cantares.

Aquella mañana otoñal, luminosa pero fría, un grupo de chiquillas de poco más de ocho años subía la cuesta con sendas cántaras rebosantes sobre sus pequeñas cabecitas. Al arribar a la Plaza Mayor, se despidieron alegremente partiendo hacia sus casas, teniendo una de ellas, la más chica con pelo dorado como el trigo, la torpeza de girarse algo bruscamente, perdiendo el equilibrio y cayendo la cántara al suelo, estallando en mil pedazos. Hubiera quedado el lance más que en la reprimenda dada por su madre, a la que de seguro no sobraban los búcaros, pero la mala fortuna hizo que aquel día, el Ángel que dicen vela y guarda a los infantes, por algún celestial albur no se encontrara atento a sus quehaceres, haciendo caer a la niña a los pies de Fernanda Barragán, que caminaba altiva acompañada dos pasos más atrás por Elvira, cargada con las compras que su señora había efectuado en el mercado.

La “Barragana” pudo evitar dar con sus huesos en el suelo, pero no que los bajos de su lujoso vestido acabaran llenos del barro que había producido el agua de la cántara.

Desgraciada, inútil, ralea de campesinos zafios y torpes… Has arruinado mi vestido, y seguramente el chozo en el que vives no vale lo que una pulgada de este brocado – Gritó a la chiquilla, atrayendo sobre ellas las miradas de toda la plaza.

Fernanda alzó la mano y descargó una bofetada en el rostro de la niña, haciendo que volviera a caer al suelo. Hasta los párvulos del lugar conocían el iracundo carácter de la esposa del administrador y la niña se disponía a aguantar resignada la lluvia de golpes y patadas con los que la Barragana solía “educar ” a los chiquillos. Y eso hubiera acontecido cuando un hombre, saliendo de entre los soportales de la plaza, se atrevió a alzar la voz.

Mi scusi Signora, vuestra clemencia imploro para “questa povera innocente”.

Fernanda, atónita por la inesperada interrupción miró hacia donde se encontraba el dueño de aquella voz que la interpelaba con inconfundible acento extranjero.

¿Como osáis a inmiscuiros en mis asuntos? ¿Acaso no sabéis quien soy? – le grito colérica.

El caballero era de una edad respetable aunque su figura, vestida con terno negro, sencillo pero elegante y de buen paño, todavía se veía vigorosa, se acercó haciendo profundas inclinaciones en señal de respeto.

descarga (1)No conozco vuestra identidad “bella donna”, aunque por vuestro porte y elegancia, sois indudablemente dama de lo más principal, sin duda misericordiosa y temerosa de Altísimo – le dijo el sujeto captando toda la atención de la vanidosa cortesana venida a más.– “Sono solo” un simple viajero sentimental de paso “in questa villa– continuó el extranjero, – al que la dorada cabellera de esta necia, – dijo señalando a la pequeña que continuaba en el suelo – ha traído recuerdos de otra querida “capeli d’oro” a la que la vida arrebató de mi lado, no pudiendo dejar de interceder por ésta ante vos – dijo señalando a la pequeña.

No creáis que me deleito enderezando a estos salvajes, – mintió la Barragana tocándose ostensiblemente la medalla que colgaba entre sus pechos. – pero es deber de todo buen Aristotélico, enseñar a estas criaturas respeto y temor a sus señores, ya que eso complace al Altísimo. – Fijándose en la botonadura de plata de los puños de la casaca del caballero continuó. – Me avengo a vuestra conciliación caballero, pero algo más deberéis hacer que interceder con buenas palabras.  dijo la Barragana avariciosa.

Naturalmente, “sigñora”, espero que esto os resarza del daño causado por la ligereza de esta pequeña borrica. – le dijo mientras extendía a Fernanda una pequeña bolsita de cuero que ella desató mirando en su interior, para guardarlo inmediatamente entre su vestido con gesto de aprobación.

Me complace vuestra mediación, y creo que alcanzará para reponer los daños. Que el Altísimo os acompañe. – dijo a modo de despedida comenzando a caminar satisfecha en dirección a la Fortaleza seguida de Elvira, que al pasar junto al desconocido se atrevió a buscarle con la mirada, dedicándole una sonrisa agradecida que el extranjero devolvió sutilmente mientras hacía una elegante reverencia.

Una mujer, de pelo tan claro como el de la pequeña, se hincó de rodillas ante el desconocido que le había otorgado aquella gran merced, tan estupefacta como agradecida.

Levantaos mujer, y cuidad bien de vuestra bambina. – fueron las únicas palabras que intercambió con aquellas aldeanas, además de una moneda para reemplazar el cántaro roto.

1477397_555055271253469_1969841830_nAntes de desaparecer entre los soportales de la plaza se paró un momento llevándose un impoluto pañuelo blanco a la nariz con gesto de repulsión. Miró a su lado y se fijó que el hedor que había alertado su pituitaria provenía de las figuras mugrientas de un cura y un sirviente malolientes que habían seguido el lance desde la umbría del pórtico.

El extranjero saludó al sacerdote, vislumbrando en sus ojos atentos y curiosos un destello de conocimiento, y se alejó con presteza mascullando entre dientes algo sobre la falta de higiene del Clero.

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La Raya de Castilla. Capítulo IX. «Corpore insepulto»

Entró Mosén raudo al edificio, subiendo enérgicamente las escaleras que llevaban al primer piso de la torre del homenaje, donde se encontró de bruces con Lope que estaba plantado ante la puerta de la Sala Principal. 

¡Lope! Debo hablar con Don Pedro – Dijo sin dar opción a respuesta alguna. 

Cálmese vuecencia, Mosén, que Don Pedro está reunido y no es el mejor momento… – dijo el Mayordomo intentando apaciguar al exaltado clérigo. 

Es de la máxima urgencia, Lope, aparta, déjame pasar. 

Haciendo caso omiso al criado, que apenas intentó impedirle el paso, Mosén abrió de par en par las puertas del salón, decidido a contar al de Ólvega, las sospechas que tenía sobre la suerte del viejo Capitán. Pero al entrar, lo que vió le hizo actuar con cautela. 

Disculpen mis señores, le dije que estaban reunidos, pero…

No importa Lope -Le interrumpió Don Pedro – Mosén Osorio siempre es bien recibido por nos. 

Don Pedro se dirigió a Mosén. 

Pero pase…Pase, padre, no se quede en el umbral, buen amigo. ¿Qué demonio tiene dentro, que viene tan airado? 

Mosén miró con ojos escrutadores la escena que le había sorprendido a su entrada. Don Pedro, sentado en el centro de la gran mesa rectangular que ocupaba el medio de la sala, tenía a su izquierda a su esposa, la Barragana, que miraba con gesto contrariado a su confesor. Entre ellos dos, y de pié, el sargento Laínez, que inclinado sobre la pulida madera, le miraba con frío desdén, mientras parecía señalar algo sobre unos legajos extendidos, que bien parecieran unos planos de la comarca. 

Conocía perfectamente los asuntos que la consorte del administrador tenía con ese Laínez, y sabía que éste, se había valido de ellos, para tener ascendencia sobre Don Pedro. Debía medir sus palabras en aquella circunstancia. 

Don Pedro…mi Señora – saludó con un gesto de la cabeza y situándose frente al administrador comenzó a hablar – Verá don Pedro, hace ya más de una quincena que don Beltrán partió repentinamente a Burgos, sin haberse despedido de nadie… y no conocemos nada suyo. Tenía una serie de asuntos que resolver con el Capitán y necesitaría saber si vos tuvierais noticia alguna de su paradero, y de cuando está previsto su retorno…– observó la tranquila reacción de Don Pedro y como éste giró su cabeza para mirar a Laínez. 

El sargento puede daros noticias, ¿no es así García?.

Mosén frunció el ceño y miró a Laínez. Aquel sujeto le causaba una repulsión innata. 

Así es Don Pedro. -Dijo diligentemente el Sargento, mientras enrollaba los legajos que había estado utilizando, dejándolos fuera de la vista del curioso párroco. – Hará dos días, llegó a Deza una misiva desde la capital – mirando a Mosén continuó hablando – Don Beltrán se ha incorporado a su nuevo puesto en la Corte, y se despide de nosotros… No dejó dicho nada para vos…Mosén…– Una sonrisa mostró los desparejos dientes del sargento. 

Hubo un momento de silencio, que se hizo eterno. 

Bien. Me alegra oír las buenas nuevas. – Dijo lacónicamente Osorio – No les quiero molestar más mis señores – inclinó levemente la cabeza a modo de saludo y despedida, antes de girarse para salir de la Sala. 

¡Lorenzo! – la voz fría del de Ólvega resonó en la sala, y el párroco paró en seco. – Tenemos pendiente una partida de Ajedrez, si vos tenéis a bien ofrecerme revancha. 

Mosén giró la cabeza. 

Si…habrá revancha Don Pedro. No lo dude. Discúlpenme. Ahora debo hacerme cargo de otros asuntos. 

Por supuesto Mosén, que los profetas guíen vuestro camino. 

Osorio salió de la sala seguido de Lope que cerró las puertas tras de sí. Quedó un momento en silencio, pensativo, tanto que incluso cerró los ojos. Lope que le vio en ese estado, se acercó al sacerdote y le puso una mano en el hombro. 

¿Se encuentra bien Mosén?. 

Osorio abrió los sus ojos y miró a Lope.

Escaleras-de-Palacio-a30832797Dime una cosa Lope. Tú has servido en Deza mucho tiempo, ¿no es cierto? – le preguntó mientras comenzaron a descender las escaleras. 

Toda mi vida. 

Conocerás este lugar perfectamente ¿verdad?. 

Esta es mi casa, Mosén.

Te seré franco Lope. Tengo la certeza de que Don Beltrán fue asesinado la noche en la que supuestamente partió. Necesito saber si has visto o notado algo fuera de lo común durante estos días. 

Lope abrió sus pequeños ojos, que a menudo estaban entrecerrados, de par en par. Aún conmocionado por las palabras de Mosén, narró a este el asunto de la mancha de sangre en la Gran Sala, y Osorio escuchó con sumo detalle. 

Nunca salió de aquí – Afirmó pensativo Mosén tras escuchar la historia del Mayordomo. 

¿De veras que lo han matado? ¿Quien ha podido hacerlo? ¿Y si no salió de aquí? ¿Dónde diantres han escondido su cuerpo? preguntó indignado Lope. 

¡Ah! Cierto cierto… ¡Miento! Sí, salió de Deza… pero con los pies por delante, claro. – Lope miraba sin saber que era lo que elucubraba el párroco.- Lope, ¿puedes salir de la fortaleza sin que nadie te eche en falta?. 

Así lo creo, Mosén. Hasta mediodía no es requerida mi presencia por Don Pedro. 

Entonces…ven a buscarme una hora antes del alba a la sacristía. Allí te estaré esperando. 

Lope le miró sin saber muy bien a que se atenía, pero asintió. El también quería conocer todos los detalles sobre aquella extraña historia, pues apreciaba a Don Beltrán. 

Al siguiente día… 

Aún era de noche cuando ambos hombres, montados en sendos burros abandonaban Deza por el camino que llevaba a la serranía del Henar. 

Creo saber a donde nos dirigimos Mosén. ¿Vos creéis que encontraremos allí a Don Beltrán?. 

Así lo creo Lope – afirmó Mosén. 

Sabéis más de lo que me decís… No es casualidad que nos dirijamos a este paraje.

Mosén no contestó al viejo mayordomo.


El_BuitreGarciaVega
Llegaron a aquel lugar, llamado con toda justicia, el Hoyo del Diablo, cuando el Sol comenzaba a despuntar por el Este. Era un lugar usado ocasionalmente como vertedero, y por ello estaba repleto de restos de toda índole, lo que atraía a toda clase alimañas. Cuando se fueron aproximando a aquella hendidura del terreno, se taparon la boca con unos pañuelos, para intentar mitigar el tremendo hedor que emanaba de aquel lugar. . Observaron que había varios buitres leonados agolpados despiezando alguna suerte de carroña, y se decidieron a espantarlos. Bajaron de sus monturas gritando y agitando unos palos. Los buitres reticentes a abandonar su presa tardaron en despejar el lugar. Allí, en aquél lúgubre lugar, encontraron unos despojos humanos. Habían dado con los restos prácticamente devorados del pobre Vizmanos. 

Son sus ropajes, sin duda – Dijo serenamente Mosén. 

¡Oh! ¡Por Aristóteles! – exclamó Lope al ver lo que quedaba del capitán. – Padre… ¿Y ahora…qué hacemos? 

Tranquilízate Lope – dijo Mosén intentado predicar con el ejemplo. – Deza es un nido de víboras. Pero ahora nosotros tomamos ventaja. 

Ambos se miraron por un instante. 

Demos Piadosa sepultura al Capitán allí mismo, -dijo señalando un túmulo cercano – hasta que podamos trasladarlo a tierra consagrada – concluyó el párroco. 


195311_originalMayordomo y párroco se acercaron taciturnos a sus monturas, y sacaron sus herramientas. Lope una pala que llevaba amarrada a la montura y Mosén su libro de oraciones. Así mientras Lope sudaba la gota gorda cavando la tumba del Capitán Vizmanos, el cura oraba por el alma del desdichado.
 

On ego rem, on ego hominem.

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La Raya de Castilla. Capítulo VIII. » La confesión»


confesionarioMosén Osorio cabeceaba somnoliento en la tranquilidad del confesionario. Los postreros calores del estío hacían mella en su ánimo, unida a la abulia producida por las aburridas confesiones del puñado de devotas que habían pasado por sus oídos aquella mañana. Incorporándose un ápice, asomó el birrete entre los morados cortinajes que daban intimidad a la cabina buscando feligreses a los que aliviar de sus pecados, o la dispensa, en el caso de que no hubiere nadie, para poder escapar de aquel habitáculo angosto y caluroso. 

Solo Mencía, permanecía arrodillada frente al Altar Mayor en pío recogimiento. Mosén pensó para sus adentros que más pareciera Santa Galadriela descendida de los Cielos, que una moza de mancebía. El clérigo se acomodó de nuevo en su lugar, esperando pacientemente que la joven acudiera a darle consuelo a su alma, como hacía habitualmente, pero pasaban los minutos y la muchacha permanecía inamovible. 

Mosén tapeteaba con los dedos en la repisa de madera, inquieto y cuando ya iba a levantarse, dando por terminada la hora de confesiones, una voz temblorosa sonó al otro lado de la celosía. 

Que el Altísimo me ilumine…

Y los profetas guíen tu camino…– respondió Mosen. – Ya era hora hija mía, que los viejos huesos de este clérigo ya tienen los nudos de la madera clavados en el … – Los sollozos de la muchacha hicieron que callara en sus reclamos y preguntara preocupado. 

Pero hija mía, ¿que te aflige de esta manera?, ya sabes que el Altísimo conoce tus faltas, que no son pocas, las comprende y las perdona porque sabe que tu arrepentimiento es sincero. ¿Por qué ese llanto? 

No pueden quedar sin castigo, no pueden… 

Afloja ya tu alma mujer… que me tienes en ascuas – dijo Mosén. 

Son unos depravados, asquerosos sádicos, y además asesinos, que han matado a un seguidor del Altísimo y ni aristotélica sepultura le han dado. 

¿Un crímen? ¿De que hablas desdichada?, ¿quienes son esos monstruos? Habla infeliz, ¡habla¡ – Le apremió Mosén.

confesionario_560x280La moza, espoleada por el clérigo contó a éste cada detalle de la infernal velada pasada con Inés y los dos matones sin omitir ni el detalle más nimio por escabroso que fuera. Le desveló como se jactó uno de ellos, desbocado por el alcohol, de haber liquidado a alguien en la fortaleza y como el otro lo amenazó con la muerte si seguía yéndose de la lengua. 

Paseó su Daga blanca por nuestra garganta y amenazó con rajarnos si contábamos algo… – sollozó Mencía pensando que con esa confesión estaba firmando su sentencia de muerte. Todas las alertas se dispararon en la mente de Lorenzo Osorio, 

¿Qué has dicho? ¿Una daga blanca? ¿Con empuñadura de nácar y una piedra roja engarzada en la cruz? 

La muchacha miró al clérigo atónita. 

Sí, así es exactamente…. Hace unos días que no se separa de ella. 

Osorio pasaba de la indignación a la cólera, de la piedad al temor. Hasta que sin decirle nada a la muchacha, que seguía vertiendo en esa confesión semanas de vejaciones, salió de su lugar y se colocó tras ella, desgarrando de un tirón el burdo paño verde del vestido de la meretriz. 

Desgraciados cobardes depravados. Hi de putas del averno – exclamó encolerizado cuando comprobó que sus sospechas eran más que certeras. Quemaduras, arañazos y magulladuras jalonaban la suave piel de la muchacha. 

Perdóneme Padre, perdóneme… – suplicaba ella hecha un ovillo a sus pies, aterrorizada por la actitud del párroco. 

No eres tú quien tiene que pedir perdón, no eres tú…  – La ágil mente de Lorenzo Osorio maquinaba a toda prisa. – No puedes volver a la mancebía. Cualquier día apareces muerta en una sangradera. 

Ella le miraba sin dar crédito a sus palabras. – Pero, ¿acaso deliráis padre? ¿Donde voy a ir? No tengo casa, ni familia. Al menos en la posada tengo un techo sobre mi cabeza y comida caliente asegurada. 

Te quedarás conmigo, en la casa parroquial. 

Mencia enmudeció y lo miró con los ojos como platos. 

No me mires así muchacha que no estoy desvariando ni me interesas como mujer. Desde que Benegunda murió estoy sin Ama de Llaves y mi casa está falta de avío, mis sotanas de zurcidos y mi estómago de comidas decorosas. Y no te preocupes que serán estos los únicos apetitos que tendrás que satisfacerme. A no ser que quieras volver a esa vida tuya de depravación y excesos. 

Ella negaba con la cabeza unas veces y asentía otras sin dar crédito a su suerte. 

Recomponte el sayo y vete directamente a mi casa. Ni te acerques a la Posada , ya veré yo que se te envía lo poco de valor que allí hayas dejado. Pero apresúrate mujer. Que yo tengo algo de lo que ocuparme. 

Mosén Osorio salió de la iglesia y tomó presto el camino de la Fortaleza mientras Mencía lo hacía hacia la casa del Párroco, a tomar posesión de su nuevo trabajo antes de que don Lorenzo se arrepintiera. 

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La Raya de Castilla. Capítulo VII. «Indiscreciones»

6733JPGCuando la noche cae sobre Deza y el tabenero prende los candiles, todo cambia en el Interior de “la Raya de Castilla”, Los clientes, los sonidos, los olores, y hasta la misma carne que se sirve en ella es diferente a lo que normalmente se ve a la luz del día…

Soldados, contrabandistas, todo tipo de bellacos y algún que otro vecino demasiado amante del vino peleón y las mozas bravías, que también rondan por la taberna de anochecida en busca de un beneficio, son la clientela habitual con la que Celso, el tabernero, debe lidiar jornada tras jornada.. Su gran corpulencia, y el alfanje que suele empuñar cuando alguien rompe la serena tranquilidad de la Raya, suelen bastar para que todo sea una balsa de aceite…. 

Mencía “la navarra”, que tenía posada la espalda contra el mostrador y un pié apoyado en la madera, escrutaba a la concurrencia que se había reunido aquella noche. ¿Se encontraría entre ella el hombre que la librara de esta mala vida o sería otra noche más en su penosa existencia?. Unas groseras risotadas resonaron por encima de la algarabía general y a “La navarra” se le torció el gesto. Inés, llegando junto a ella, y colocándose imitando su posición, le dio un codazo y le dijo. 

No pongas esa cara mujer que buenos dineros estás ganando con ellos. 

Me dan asco – dijo Mencía sin mirar a su compañera. 

Como todos. Pero estos tienen la bolsa llena, y tú eres su favorita. Yo estaría contenta. 

¿Quieres decir que querrías estar en mi lugar? No sabes lo que dices Inés – “La Navarra” volvió su rubia cabeza y clavó en Inés una mirada color miel mezcla de desprecio y lástima. 

Quien no sabe lo que dice eres tu – Inés, morena y rolliza, la miró duramente –Apenas llevas cuatro meses aquí, pero bien sabes como funcionan las cosas. Esos dos han dado golpe de enjundia , sin duda…Desplumémoslos – y cogió a la “navarra” de la mano tirando de ella. Mencía se quedó quieta y miró a Inés enarcando una ceja. 

¿Qué sucede ahora, doña melindres? – preguntó Ines impaciente. 

Ya sabes que prefieren gozarme a solas , les gusta compartirme.

Bueno, no seas egoísta, que igual hoy les apetece otro plato – dijo con sonrisa pícara Inés volviendo a tirar de la mano de Mencía, que consintió de mala gana. 

Aquellos dos rufianes, llevaban varios días concurriendo a la Raya, bebiendo del mejor vino y llevándose al catre a “la navarra”, la moza más cotizada de la posada. Pero nadie les tenía demasiado aprecio , pues no eran muy llevados a convidar al resto de los parroquianos, además de ser ostensiblemente groseros y violentos en sus acciones. Ellos sentíanse importantes con sus bolsas repletas de escudos, creyendo poder tomar lo que quisieran. Y todo el mundo en Deza, sabía de quien eran perros aquellos dos. Gracián dio un codazo a Ramiro y señalo hacia las dos meretrices. 

Mira Ramiro quien viene a nosotros cual perra a su amo – dijo de forma altisonante. 

¡Navarra! – Gritó Ramiro. – Ven aquí moza – dijo palmeando sus rodillas. 

Jan_Sanders_van_Hemessen_002Buenos hombres… – dijo saludando con la cabeza Inés – ¿Quizá a mi también me invitéis a una jarras de vino? – dijo acariciando el hombro de Gracián y mirándolo traviesa.. A este le tembló la voz y asintió nerviosamente mientras la joven se sentaba en su regazo.- Vaya, vaya, vaya, galán …que dispuesto os veo. – Dijo la muchacha sonriendo. 

Vete de aquí pelandrusca -dijo Ramiro. – nos basta y sobra con “la Navarra”.

El dinero tiene más de un gozar Ramiro, saberlo ganar y saberlo gastar– interpeló Gracián con sorna, mirando a su compinche. 

Tú calla patán, que aquí el que manda soy yo. – Respondió Ramiro vehementemente. 

A saber cómo habéis ganado esos escudos. – La “navarra” se levantó del regazo de Ramiro. – Nada limpio, seguro – replicó asqueada. 

Tú sí que nos limpias la bolsa, fulana. – Respondió de nuevo Ramiro. – ¿acaso te preocupa de donde viene el dinero? ¿Eh? – Mirando a Inés siguió diciendo. – ¿A que tú no te cuestionas esas cosas, bonita?… – Inés respondió con una mirada directa a los ojos de Ramiro, una sonrisa, y un gesto de negación con la cabeza. – ¿Ves?…chica lista… 

Pues para que lo sepas navarra – respondió Gracián, afectado ya por el vino – nos hemos ganado bien este dinero, pero que muy bien…. 

¡Calla Maldito! – le atajó airado Ramiro. 

Está ya muerto compadre, ¿acaso tienes miedo del viejo?

¿Qué viejo? – preguntó Mencía, con cara de sorpresa. 

Chillaba como un cerdo, ji ji ji ji… – tomo otro trago de vino – Hemos ganado su peso en oro…ja ja ja…su peso en oro…ja ja ja. Y ahora es alimento de las alimañas, el desgraciado…se lo merecía…el muy… 

Ramiro se levantó con brusquedad de su asiento, y amenazó con pegar un puñetazo en la cara de su cómplice. Pero al sentir la mirada fulminante del tabernero sobre él, prefirió contenerse y le cogió de la pechera. 

Maldito bocazas, te voy a cortar la lengua como sigas escupiendo palabras por tu maldita boca – Miró a Mencía y la habló con desprecio – No quieras saber tanto, fulana, tú estás aquí para hacer lo que digamos, para eso te pagamos… – Mencía se apartó de golpe y escupió al suelo. – Yo con vosotros no voy a ningún lado, asquerosos asesinos. – Inés quiso sacar provecho de la situación, se levantó acercándose a Ramiro y poniéndole la mano en el pecho, le dijo. 

Sosiega hombretón. ¿Puedo hacer algo yo para calmarte? – dijo con media sonrisa la mujer, que veía en esta su oportunidad de compartir las ganancias de la Navarra. 

1463329_459019324215711_2044233605_nRamiro miró a Inés con interés, llevó la mano a su trasero tanteandolo con agrado.  Te vienes con nosotros – Y girándose hacia Mecía le espetó – ¡Navarra!, venga para arriba y no hagas algo que puedas lamentar… y que no vuelva a oírte decir ninguna memez, o será lo último que salga por esa boquita…tú verás. – Cogió del brazo a Mencía, que apenas se resistió un instante terminando por acceder ante la suplicante mirada de Inés. – ¡Tú! ¡Maldito borracho! – Gritó dirigiéndose a Gracián.- ¿Vienes o te quedas con tu jarra de vino?, te aseguro que yo me basto y sobro para satisfacer a estas dos. – El rufián se levantó con prisas y quiso agarrarse a Mencía, que dió un respingo que casi lo hizo dar de bruces contra el suelo de la taberna, lo que hizo estallar en risotadas a Ines y Ramiro. 

Así, entre trompicones y algarabía marcharon los dos bribones en compañía de las meretrices escaleras arriba, hacia la alcoba donde los cuatro pasarían la noche, que se auguraba larga y tórrida… 

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La Raya de Castilla. Capítulo VI. «Noticias desde Albión»

El Salón del Castellano era una impresionante estancia delimitada por cuatro enormes pilares que sostenían de uno a otro dos vigas gemelas de más de 90 cotos de grosor, sobre las que descansaba la vistosa techumbre de roble. En la pared norte, destacaba la formidable chimenea de piedra que presidía la estancia enmarcada por dos grandes tapices en tonos granate. Deza era una fortaleza eminentemente defensiva, por lo cual no tenía mucho más ornato el salón excepto unas panoplias cruzadas colgadas en las paredes laterales.

Lope era una de las pocas personas que entraba a la estancia y no le apabullaba la grandiosidad de su arquitectura, así que pidió la venia al llegar y se acercó con cierta premura hasta la mesa donde trabajaba el de Ólvega, situada junto a uno de los ventanales. Realmente el despacho del administrador estaba ubicado en unas dependencias de la planta baja, junto a los almacenes, pero esgrimiendo que la estancia era húmeda y lóbrega, don Pedro hacía lustros que no la usaba.

Sí Lope, que acontece ahora? – Preguntó.escribano

Ha llegado una misiva mi señor  – contestó el sirviente. El Administrador no mudó su gesto y continuó escribiendo con parsimonia. Lope añadió – Llegó en un bajel al puerto de Soria hace tres días, y la han traído desde allí a uña de caballo – prosiguió el sirviente insistiendo en ofrecerle el pergamino – Viene de allende el Océano, 

El de Ólvega levantó la cabeza sorprendido –¿De donde dices que viene?

De la ciudad de Chard, en el Condado de Devon , Inglaterra. La remite, Don Ruy Sandez de Kyria.

Don Pedro lo miró con gesto adusto y le quitó la misiva de las manos. Lope se inclinó para retirarse mientras el administrador leía la carta.

Espera – Le dijo en voz alta. Lope se quedó bajo el umbral aguardándo órdenes y viendo como la tez del administrador se enrojecía mientras avanzaba en la lectura – Comunica a mi esposa que quiero verla de inmediato.

Si mi señor – dijo Lope.

No es necesario  – sonó la voz de Fernanda Barragán entrando en la estancia – A tus quehaceres Lope – dijo bruscamente, apostillando después – Y supervisa a las doncellas, que se pasan el día en las dependencias de la tropa entreteniendo a la sodadesca. 

(Cree el ladrón que todos son de su condición) – murmuró el anciano inclinándose y saliendo por la puerta.

Este viejo chismoso… ¡me altera los nervios! – exclamó la mujer, que no había podido escuchar nítidamentelas palabras del sirviente – ¿Que ocurre querido?


El de Ólvega le extendió la misiva y Fernanda comenzó a leerla acercándose al candelabro de cuatro brazos que reposaba sobre el aparador.

Estimado don Pedro, como debe usted tener conocimiento he sido honrado por su Majestad la Reina con la Castellanía de Deza, fortaleza de la que es usted regidor.
En primer lugar manifestarle mi agradecimiento por la abnegación que me consta poneis en la tarea y disculparme por no haberme personado allí, pero me encuentro embarcado en un periplo por Europa y no tengo previsto arribar a Soria hasta finales de año.

Debido a esta circunstancia he resuelto enviar a Deza a una persona de mi entera confianza para que os auxilie en la engorrosa tarea de efectuar un inventario completo de los pertrechos, mobiliario, provisiones, animales y personas, así como campos y granjas adscritos a la fortaleza. 

Fernanda miró a su esposo frunciendo el ceño,y este le devolvió una mirada aviesa. La Barragana continuó leyendo.

Huelga decir, ya que confío en vuestra hospitalidad, que esta persona, que se presentará ante Vos en próximas fechas, deberá ser tratada con toda consideración y facilitarle el acceso a todas las dependencias de la Fortaleza así como a los libros de asiento y documentos contables.

Fernanda carraspeó nerviosa, tragó saliva y prosiguió.

Es mi intención pasar las celebraciones de Navidad en Deza así que os ruego apresuréis el inventariado para que esté listo entonces y podamos comenzar a trabajar a mi llegada.

Sin más me despido de vos ,y os envío mis más parabienes más afectuosos.

Ruy Sandez, Caballero de su Majestad, de la Real Orden de la Escama y Castellano de Deza. 

Fernanda enrolló lentamente el mensaje y mirando a su marido le dijo con aquel suave deje de las Hurdes que después de tantos años no había desterrado de su voz.

Parece que tendremos que hacer algunos cambios en la administración, esposo mío.

 

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La Raya de Castilla. Capítulo V. «La Mancha»

Era la hora Nona, después del almuerzo; aquella en la que la vida parecía aletargarse y discurría con la indolencia propia del estío, como no podía ser de otra forma en los bochornosos mediodías castellanos. La Jornada había amanecido especialmente sofocante. Ni una nube pintaba de blanco el cielo intensamente garzo. Ni una brisa baladí molestaba arbusto alguno, y el sol hacía irradiar del suelo columnas de pura calima. 

En la fortaleza, como en toda la villa, la actividad se paralizaba y se relajaba la vigilancia. Los soldados pasaban la canícula dormitando bajo cualquier sombra, Las sirvientas jóvenes descansaban juntas en la despensa anexa a la cocina por ser el rincón más fresco del que disponían, amodorradas unas y charlando en queda voz sobre donceles y amoríos otras. Solo alguna gallina despistada, boqueando al sol alborotaba la quietud de la siesta, buscando desesperada, una sombra en la que guarecerse. 

Los anchos muros del castillo, con gruesos sillares de más de doce cotos* de grosor, proporcionaba alivio y frescor inmediato a los que tenían la suerte de morar en su interior, pero Lope, el mayordomo de la fortaleza, no podía conciliar el sueño aquella siesta y se revolvía en su jergón intentando encontrar una postura de su gusto sin hallarla. Finalmente, dejó de buscarla, ya que bien sabía el anciano que lo que no le permitía descansar no era el intenso calor, si no sus lúgubres pensamientos. 

No sabía nada del de Vizmanos, que supuestamente había partido hacia Burgos hacía más de dos semanas. Por otra parte y con el teniente Castro convaleciente de sus heridas, Laínez y sus secuaces campaban a sus anchas por la Fortaleza haciendo y deshaciendo a su antojo. Y para abundar más en su inquietud, Mosén Osorio ya no se paraba a platicar con él cuando venía a atender al herido, sino que, efectuada la cura, se recluía en su laboratorio sin querer ver ni hablar con nadie. 

No aguantando más sus oscuros pensamientos se vistió con el jubón que le distinguía como sirviente de Deza, la única ropa que había conocido en su vida, ya que toda ella había transcurrido entre los muros de la Villa y salió a ocupar la mente con las tareas cotidianas propias de su condición. Al pasar por la cocina se asomó a la despensa palmeando las manos. 

Vamos vamos, palomitas, se acabó el asueto, cada una a sus tareas…. 

Las muchachas rezongaron algo por lo escueta de la siesta de aquel día, pero aprestándose los mandiles se dispusieron al trabajo con diligencia. 

Catalina, – preguntó a una de las jóvenes tomándola del brazo – ¿sabes dónde está mi hermana? 

Colocándose unas guedejas de cabello castaño bajo la cofia la chica contestó – Vi a doña Elvira preparar un balde con jabón y estopa y subir con él hacia la planta Noble. 

Elvira era la encargada junto a su hermano de las tareas domésticas de la Fortaleza, había sobrepasado ya las cinco décadas de vida y por no haber querido tomar marido hasta que su hermano matrimoniara se quedó soltera habiendo ambos consagrado su vida a cuidar el uno del otro y de la Fortaleza de Deza que era su hogar, todo su mundo. 

Extrañado por que su hermana no tenía ya edad ni condición para ocuparse de tareas que suponía bajas si podían efectuarse con estopa y agua, subió las escaleras que conducían a las habitaciones principales de la fortaleza.  La divisó arrodillada en el suelo frotando enérgicamente las baldosas. 

Pero que haces hermana? Acaso no hay mozas más jóvenes y desocupadas para ocuparse de estas tareas? 

Elvira giró la cabeza y le contestó mientras trabajosamente alzaba su abundante anatomía.

Ya he terminado Lope, y no te preocupes que todavía no soy una anciana. La señora me dijo que me ocupara personalmente de unas manchas rebeldes que había en esta estancia y a Fé mía que eran tozudas y no querían salir.

Lope miró interesado la solería compuesta por un juego de damas en blanco y negro que relucían ahora como pulimentadas – La señora estará satisfecha, no queda ni rastro  – Aseveró el anciano. 

Con la Barragana nunca se sabe  dijo Elvira secándose el sudor con el borde del delantal – Me dijo que procurara hacerlo con la mayor discreción. ¿Y ves esa alfombra? Pues también tiene unas manchas oscuras, que me darán mucho trabajo aún. 

¿Y de que pudieran ser tales máculas hermana? – Preguntó Lope cada vez más escamado y haciendo ademanes a Elvira para que bajara el tono de la voz. 

Pues no creo errar cuando digo que era sangre reseca, – aseguró la mujer, en un susurro – hasta he tenido que usar una rasqueta – dijo señalando el utensilio metálico que llevaba en el bolsillo del mandil. 

¿Sangre aquí? Qué extraño… – dijo Lope mascullando como para sí. 

Pues si, tal se diría que hubieran sacrificado un borrego por lo menos.

El Mayordomo se estremeció al escuchar las últimas palabras de Elvira y discurrieron mil imágenes por su mente. Miró a su hermana, viéndola acalorada y roja como una brasa. 

Anda, vamos a la cocina que tomes algo de agua fresca, que parece mentira que te pongas a trajinar como si fueras mozuela con estos calores.

Elvira enrolló la alfombra y la colocó sobre el balde dispuesta a marcharse. Mientras, Lope miraba disimuladamente en todas direcciones. Los oídos de Fernanda Barragán llegaban a los rincones más insospechados. Bien lo sabía él. 

¿Vamos lope?

Sí… vamos – dijo tomándola del brazo y comenzando a bajar las escaleras.

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Fernanda Barragan.- Esposa de  Pedro de Ólvega, 41 años, depositada al nacer en la «casa para niños expósitos» de Plasencia. Ambiciosa y desenvuelta, amante de García Laínez.

Gracián Espinosa.–  Matón a sueldo, 32 años, extremadamente supersticioso y mentalmente débil.

Ramiro Carpio.- Matón a sueldo, 28 años, cruel y depravado, junto a su compinche Gracián se dedican al tráfico de mercancías a través de la Raya, a las órdenes de Laínez

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La Raya de Castilla. Capítulo IV. «La sospecha»

Flores de consuelda trituradas para ayudar a disminuir la hemorragia y posteriormente, para la cicatrización de la herida; raíces de malvavisco como antiinflamatorio; una pizca de ajenjo que serviría de anestésico; salvia, conocida por sus propiedades sanadoras desde la antigüedad; caléndula para calmar los dolores y malva, todo mezclado con aceite y miel pura de abeja.

alquimistaLorenzo Osorio se esmeraba templando al fuego aquél aromático ungüento que usaría para sanar la herida de Gonzalo Castro. Natural de un villorrio cercano a la Capital aragonesa, frisaba la cincuentena Mosén Osorio, el cual hacía más de 20 años que había tenido que salir de su tierra debido a la intolerancia religiosa. Si bien era sacerdote, vocacional y creyente como pocos, su interés por la ciencia y por la medicina, le acarreó serios inconvenientes con las supersticiosas autoridades mañas y con el claustro de la Universidad de Zaragoza ,donde desarrollaba sus investigaciones, denominadas “prácticas oscuras”, por las influentes autoridades docentes.

Su exilio semivoluntario le había conducido a Deza, donde el esclarecido Lorenzo ejercía de sacerdote de la villa, consejero espiritual del de Ólvega y su esposa, y también médico veterinario en funciones. De esta manera, el párroco era una institución en la villa y cualquier suceso que ocurriera en la comarca, pasaba irremediablemente por sus expertas manos. Se podía decir que Mosén Osorio, como era conocido por todos, velaba por la salud, tanto de los cuerpos como de las almas de los Dezanos.

Con su astucia, don de gentes y afable carácter se había granjeado las simpatías del administrador, que había consentido en asignarle un pequeño laboratorio en la fortaleza, poco más que un calabozo, en honor a la verdad, donde Mosén gustaba de pasar las horas rodeado de pociones, brebajes, crisoles, morteros y alambiques. La situación de aquella celda, en el más recóndito sótano de la fortaleza, unida a la confianza del Administrador daban acceso al taimado clérigo a casi todas las dependencias del castillo, por las cuales deambulaba con toda libertad y donde no se movía un esparto que no fuera conocido por el Aragonés.

Tras mucho remover consideró que la cataplasma estaba en su punto, vertió una pequeña dosis en un cuenco de barro y se disponía a salir con ella para dirigirse a la enfermería, cuando al acercarse a la puerta escuchó las voces de dos hombres que parecían arrastrar algo por el corredor. Su fino instinto se disparó al momento y permaneció quieto tras la puerta escuchando atento.

Como pesa el condenado

Ramiro, piensa en el oro que vamos a ganar y calla, que de seguro Laínez nos colmará de monedas los bolsillos.

Identificó aquellas voces como las de Gracián y Ramiro, los dos rufianes malencarados que rondaban siempre alrededor del sargento García Laínez, y que este utilizaba para sus negocios. Mosén sintió curiosidad por saber que tramaban aquellos dos, así que cuando sintió que los truhanes se alejaban salió tras ellos, con el ungüento en una mano y un candil en la otra.

En cuanto abrió la puerta, su olfato captó el penetrante olor metálico de la sangre. Se agachó y acercando la lámpara al suelo pudo ver la inequívoca señal dejada por un rastro de sangre. Intrigado siguió el corredor por donde habían pasado los dos cómplices, con la intención de averiguar que demonios llevaban entre manos y nunca mejor dicho. Siguiendo el rastro sonoro de aquellos patanes, que no paraban de bromear groseramente en voz alta, llegaron a las caballerizas traseras de la fortaleza, las que se utilizaban para los carromatos de abastecimiento y vió con desasosiego como lo que aquellos truhanes arrastraban era sin atisbo de duda una gran mortaja.

Desde luego el cadáver era de una persona de gran envergadura, pues no entendía que si fuera un animal este estuviera amortajado. Los soldados sudaron para subido el pesado fardo a un carromato y lo ocultaron entre alpacas de forraje, quedándose ambos como de guardia a la puerta del establo.

Sin nada que poder hacer, y con el convencimiento de que había dado con una información tan interesante como peligrosa, recordó al malherido teniente, y lanzando una última mirada al carromato, se dirigió presuroso a su encuentro, no sin antes prometerse averiguar que oscuro episodio había presenciado.

Cuando llegó a la enfermería, Allí se hallaba Lope, el viejo mayordomo, asistiendo a Castro. Se dirigió al enfermo que se quejaba lastimeramente.

Teniente, ahora le voy a pedir que, en la medida de lo posible permanezca quieto, Lope, sujete sus manos por favor.

Tenga temple y valor teniente. -Le dijo Lope obedeciendo las indicaciones del clérigo. Mosén acercó un paño al costado de Castro y procedió a limpiar la zona afectada La flecha había entrado por la parte posterior del abdomen y asomaba por el costado trasero del joven y asustado soldado. No había síntomas de podredumbre en la carne alrededor de la herida. Puso un medicamento caustico en el orificio de entrada, y observó durante un buen rato la afilada saeta, tratando de averiguar la manera de abordar la cirugía. No parecía haber atravesado ningún órgano vital, milagrosamente, así que se dispuso a extirpar la letal flecha.

Ahora, Castro voy a extraersela,¿ me entiende?, muerda esto.

4-blas-de-lezo-amputacion-de-pierna-brazo-tuerto-operaciones-medicas-en-barcos-siglo-xv-xvi-xvii-xviii-xix-medicina-medieval-barcos-medievales-medicos-antiguedad-galeones-galeras Le puso un trozo de vara verde en la boca al aterrorizado enfermo, que abría los ojos desmesuradamente, y acto seguido empujó la flecha hacía delante para que apareciera toda la punta del dardo. El soldado se removió sobre la mesa y se habría seccionado la lengua si no mediara la madera que ahogó el alarido desgarrador. Hábilmente, Osorio partió la punta y la tiró a un cazo que estaba sobre un escabel. Procedió después a quemar el asta de la flecha por donde había partido la punta. Sajó la piel de Castro por la zona de entrada para favorecer la salida de la emplumada. De nuevo el soldado se sacudió y gritó quedamente, haciendo que el viejo Lope casi se tumbara sobre su cuerpo para mantenerlo quieto. A todo esto Mosén, no tenía todos sus sentidos puestos en la cirujía ya que no podía parar de de darle vueltas a la cabeza, recordando el feo asunto del cadáver presenciado con anterioridad. Solía conocer todo lo que sucedía en Deza y no tener el control en este caso que se le antojaba de capital importancia, le provocaba gran desazón. Comenzó a mover la flecha en círculos, y poco a poco empujando, fue extrayendo la saeta de su cómodo alojamiento.

Castro a esas alturas ya se había desmayado – afortunadamente para él  – pensó Lope que veía a Mosén desacostumbradamente torpe y lento. Un borbotón de sangre salió tras la extracción , manchando la frente y hasta el birrete de Osorio. Con un gesto de desagrado se la limpió usando el envés de la mano y presionó con gasas el orificio de entrada, mandando a Lope hacer lo propio con el de salida. Se mantuvieron un buen rato así, cambiando las gasas cuando se empapaban de sangre, hasta que Lope por fin habló.

¿Sabe lo último padre? – Osorio lo miró intrigado

 ¿Qué sucede Lope?

Don Beltrán ha tenido que salir de manera urgente para Burgos, a requerimiento de la Corona.

 ¿Cómo? – Mosén levantó presto los ojos, enarcando una ceja.

 Lo que oye. Aunque nadie lo ha visto salir, ni se ha llevado escolta ni equipaje, ni ha venido emisario alguno. Eso va diciendo por ahí ese lacayo de Laínez. Maldito bastardo…

Osorio dejó caer las gasas, y su rostro se tornó lívido de repente.

 Padre, ¿sucede algo? – Mosén recuperó la compostura y comenzó a extender la cataplasma de forma compulsiva, sobre la herida.

No Lope, todo está bien todo está bien…tranquilo.

 ¿Y Castro? ¿Saldrá de esta? – Le preguntó el anciano extrañado por el comportamiento tan anormal del clérigo.

Desde luego….os lo aseguro….saldrá de esta como me llamo Lorenzo Osorio….

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La Raya de Castilla. Capítulo III. «La Traición»

Hebras plateadas cada vez más prolijas entreveraban su pelo negro. Las líneas de expresión que surcaban sus ojos grandes y ambarinos velaban su mirada todavía luminosa. Fernanda Barragán dejó sobre el bargueño el espejo de mano con un gesto de contrariedad, al no reconocer en la imagen ajada de la superficie azogada, a la joven que fue y que todavía albergaba en su interior.

Había llegado a Deza hacía más de dos décadas, de la mano de su esposo, un candoroso soldado destinado en la frontera, que se había prendado de la exuberante Fernanda durante su último permiso disfrutado en un reputado burdel de Soria, haciendo de la meretriz su esposa y llevándola con él hasta su puesto en la guarnición fronteriza.

Fernanda, natural de un oscuro pueblo de las Hurdes y en el esplendor de sus veintipocos años, era hembra bravía, hermosa y ambiciosa. Despuntó de inmediato entre las esposas de la soldadesca y tardó menos de siete días en encamarse con el administrador, que al poco envió al esposo de su amante a una peligrosa posición avanzada en la frontera, resultando muerto en una de las constantes escaramuzas con los Aragoneses.

Antes de expirar el periodo de Luto, Fernanda, preñada por don Pedro se convirtió en su esposa legítima ante los ojos del Altísimo y el escándalo de la pequeña sociedad Dezana. Pero ese embarazo se malogró poco después de las Nupcias. Fernanda pasó los siguientes nueve años, encadenando preñeces una tras y otra y ninguna conseguía superar los tres primeros meses, sangrando inexorablemente antes de la cuarta falta. Don Pedro se alejó más y más de su esposa, considerando maldito aquel matrimonio surgido del adulterio y la violencia.

La pesada puerta de la alcoba se abrió sin que nadie solicitara permiso. El intruso se acercó a la mujer que permanecía sentada en el lecho, de espaldas a la entrada y retirándole el cabello hacia un lado, besó el hombro desnudo.

¿Está hecho? – Dijo ella sin inmutarse.

Hecho está, mujer. – Le contestó una voz varonil.

Bien. No te ha visto nadie ¿verdad?  – Le preguntó Fernanda volviéndose y enfrentando el rostro del Sargento García Laínez.

Estate tranquila, nadie ha visto nada. Tal y como convenimos, tu marido y yo hemos hecho correr la voz de que el Capitán Vizmanos ha tenido que partir de urgencia hacia Burgos.

Ese viejo, se había convertido en un estorbo. – musitó ella para sí.

Fernanda se levantó vestida solo con su camisa de dormir y se acercó a la galería, contemplando el patio interior, cubierto de una frondosa madreselva que ya impregnaba la noche con su aroma.

Debíamos habernos desecho de él hace mucho tiempo. – Se volvió a Laínez y lo miró apoyándose en la columna del vano de la galería.

¿Que sabemos de ese Sández?¿ Has podido averiguar algo?

García Laínez se levantó y mientras se deshacía de sus pertrechos y los tiraba sobre el lecho, iba contándole a Fernanda.

Parece que es hombre de armas, veterano de guerra en el extranjero y capitán del Ejercito Regular cuando la última invasión. Uno de esos caballeros honrados a carta cabal, leales a la Corona, todavía joven y dicen que buen mozo. – Dijo Laínez con una media sonrisa en la cara.

¿Esta casado? , ¿tiene mujer?, ¿manceba?, ¿hijos? – Volvió a preguntar ella mientras el hombre se le acercaba.

Scan0001El llegó junto a la esposa del administrador y la giró con cierta urgencia.  Situándose a sus espaldas posó las manos en las caderas opulentas y deslizó hacia arriba el fino lino del camisón.


¿Ya estas deseosa por probar los ímpetus del nuevo castellano, no es así? – Las manos de Laínez recorrían burdamente el contorno de la mujer, que otorgaba en silencio

El continuó susurrándole. – Dicen que está recién casado, y que bebe los vientos por su esposa, una extranjera,joven, tierna y endemoniadamente hermosa. – Con un brusco ademán, Laínez alojó su rodilla entre los muslos de la Barragana haciéndola tambalear de tal  modo que esta tuvo que apoyar las dos manos a en el frio granito de la pared.

Una extranjera… – Repitió ella con un hilo de voz terminado en un ronco jadeo.

Pero García Laínez ya no la escuchaba. Resoplando sin rubor embestía con furia las defensas ofrecidas de la Barragana, como quien  toma lo que le corresponde por derecho, Tampoco ella lo pretendiera,  concentrados ambos en sus respiraciones acompasadas.

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